De Ramón Castro
Entre aburrida y cansada, con un toque de inseguridad y la ausencia completa de esperanza. No tiene nombre, pero es una buena aproximación de la cara de alguien que hace un examen sin estar muy convencido de lo que escribe. Es el examen inverso. El mismo que comienzas por la pregunta tercera, dejando un espacio razonable para las cuestiones primera y segunda y que esperas completar tan pronto como acabes con lo que sí recuerdas. Una frase más, para convencerlo, te dices a ti mismo mientras animas al bolígrafo a llegar hasta el borde del folio. Venga, vamos, escribe, maldito Pilot. Al paso que va dejando caer su tinta azul, te acuerdas de aquel día en el que todo lo sabías. O del colegio, donde el cuento era otra cosa, donde el lápiz era siempre protagonista de momentos gloriosos. Y deambulas por aquellos recreos en aquel patio, volviendo a oler a goma Milán, a escuchar el sonido de la comba azotar el cemento una y otra vez, a tener el pelo de la cabeza empapado de sudor porque has corrido detrás de todos los balones del mundo. Joder, eso sí que me gustaba.
Afortunadamente, el Pilot sigue su marcha. Poco a poco, va consiguiendo completar los huecos. Las frases son recurrentes, las palabras dicen lo mismo de varias formas pero consigues inundar todo lo de blanco. Tiene que tragárselo, piensas. Yo lo haría ¿Qué más le dará? Lo miras. Está ahí, a lo suyo, sin empatía alguna por su parte. Le damos igual. Cuando sea mayor, no seré así. Ahora que me mira, vuelvo a chequear el trabajo de mi Pilot. Me falta el nombre. Ha quedado bien. Total, para lo que había estudiado.
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