De Ramón Castro
Vivo en un desagüe. Hace años me atreví a asomar la cabeza y fue entonces cuando pude saber que vivo en un desagüe de lavabo. Sé que no es gran cosa, que los hay mejores, incluso menos húmedos y fríos, pero esta es mi casa y todos los días intento mantenerla limpia de impurezas. Las horas difíciles son las de la mañana, a eso de las siete y media, cuando el ser abominable que habita el mundo exterior vierte sus desechos sobre mí. Cuando escucho sus pasos, me pego a una de las paredes y evito ser arrastrado por la corriente de agua que cae desde el techo de metal agujereado. Otras veces, si hay suerte, el ser expía sus culpas en el lavabo de al lado, deshabitado desde que yo tengo uso de razón.
Esta mañana, sin embargo, las cosas se han torcido. A la hora prevista, el torrente de agua atravesaba el desagüe hasta que algo ha provocado que deje de funcionar. De repente , mis pies estaban mojados, mis piernas, mis rodillas y, finalmente, mi cabeza. Sin poder respirar, he buceado entre restos de desayuno, filamentos de cepillo de dientes, aglomerados de pasta dentífrica y desechos en general. Si abría los ojos, no veía nada; si tanteaba con mis manos, no acertaba a saber qué tenía entre ellas. Me sentía morir debido a la falta de oxígeno. Justo antes de desfallecer, me aferré a la vida y pude sacar la nariz por los agujeros del techo redondo, al tiempo que el agua volvía a circular camino de las cloacas. Tuve que sacarme de la boca un inmenso pelo que casi me asfixia, pues medía al menos veinte centímetros y era extremadamente fuerte. Como pude, lo enredé entre los agujeros del techo y pude descolgarme hacia el fondo del desagüe. Debía averiguar si lo que casi provoca mi muerte podía rematar el trabajo durante la mañana próxima.
Equipado con un frontal LED, logré llegar al comienzo del sifón deslizándome por el liso capilar. Aquello era un infierno. El desagüe había almacenado gran cantidad de material orgánico, el cual, como yo, se había ido adheriendo a las paredes hasta constituir una masa calcificada que apenas dejaba escapar el agua. Colgado de mi liana, arrojé unas piedrecitas que guardaba en mi bolsillo y pude escuchar el sonido que producían al chocar contra aquello, sin duda sólido. Sería imposible destruir eso con mis manos. Desalentado, subí a través del pelo del ser, alcanzando al poco tiempo mi habitación, devastada por la inundación de la mañana. Sin duda, aquella sería una noche larga.
No pude dormir. Ciertamente, el cansancio y el estrés acumulado habían consumido buena parte de mis fuerzas y estaba a punto de quedarme sumido en un profundo sueño, pero recordé algo que leí en los libros de Historia cuando aún era un niño. En todas las épocas, en todos los desagües, civilizaciones enteras habían perecido justo después de producirse una saturación en los sifones. Quemados y masacrados por un líquido corrosivo que exterminaba a quienes allí vivían, al tiempo que eliminaba la causa de los atascos. Si la Historia no mentía, la próxima mañana, el ser vertiría ese líquido sobre mi casa y yo sería eso precisamente, Historia. Aquella noche, bajé hasta el conglomerado, destapé mi petaca y bebí hasta perder el control. Nada, ni siquiera aquel líquido exterminador, podría despertarme. Moriría dignamente.
No lo hice. Sigo aquí, porque el ser decidió usar un hierro flexible para desatascar el desagüe. Estuvo a punto de atravesar mi cuerpo con él pero, afortunadamente, ingerir todo el licor de mi petaca hizo que rodara hasta un extremo de la tubería y me quedara profundamente dormido. Cuando desperté, lo único que quedaba del conglomerado era una pequeña roca que me servía de apoyo. El agua volvía a atravesarlo todo limpiamente y los restos de aquel ser desaparecían camino del infierno. El pelo aún estaba fuertemente anclado a los agujeros del techo metálico, así que lo utilicé para volver a subir a mis dominios. Limpié todo signo de catástrofe, puse la tele un rato y pensé en lo afortunado que era por vivir en un desagüe de lavabo mediocre, propiedad de un ser que jamás saldría en los libros de Historia, esos mismos libros que describieron aquellas matanzas con una palabra, salfumán.
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