De Ramón Castro
Dan las ocho y media de la tarde y Sara echa el cierre. No pasaron de cinco los clientes que llegó a contar a lo largo del día. El negocio de ropa infantil no da para más, a pesar de estar en la plaza, frente a la administración de Lotería. Él sí, el lotero no da abasto. Sara se quedó con la tienda de sus padres, de toda la vida. Él, en cambio, se adjudicó la administración. Ese fue el acuerdo. Los niños, así, estarían con los dos y apenas notarían el cambio. Cuando Sara se gira, tras cerrar la puerta, él la está mirando. Lo puede ver, parapetado tras el ojo de buey abierto en el doble cristal que lo separa de los clientes. Solo aprecia sus gafas y esos grandes ojos, mirándola. Como la miraba antes, como lo hizo siempre. Como lo hace todas las tardes, cada vez que expide un billete de la primitiva.
Sara camina hacia casa, sabiendo que esos ojos escudriñan su alma, solamente para comprobar que ya lo saben todo de ella. Los niños ya crecieron y se fueron. Cuando vuelven, lo hacen con sus problemas y lo demás son cosas de mamá y papá. Sara piensa a menudo en la suerte y en sus caprichos. Esas gafas que ve tras el ojo de buey se la roban día tras día para regalarla a los abonados del Euromillón. Además de las gafas y de los ojos, Sara ve esa sonrisa horrible.
Esta mañana se ha quedado de piedra al mirar por el ojo de buey. La suerte se traspasa y el negocio de Sara, también. Es una famosa franquicia de supermercados la que alquila el local de la vieja tienda de ropa infantil. El encargado, Juan, echa todas las semanas la primitiva justo en la administración que hay enfrente y, cuando llega a casa, le cuenta a su mujer que esta semana sí que toca porque siempre le vende el boleto el lotero más antipático que jamás conoció.
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