De José Manuel Molina
Soñaba con regresar a aquellos tiempos en los que la inocencia reinaba. Cuando sonaban las campanas que anunciaban la media noche, los anhelos aterrizaban en su mente, despertando fuertes luces de nostalgia y añoranza por aquel pasado insigne. Mientras su aliento, parecido a la brisa que surge de una ventana entreabierta, salía por el orificio de sus labios, el cuerpo del sujeto reposaba en la cama, esperando a que aquel aluvión de deseos cesara. No lo hizo.
Los juguetes ya no estaban esparcidos por su habitación como antaño. Ahora se encontraban arriba, encerrados en una cámara escondida en el desván de su hogar. Probablemente, aquellos cachivaches eran modelos ideales para él y para muchos otros niños que vivían en diferentes partes del mundo. Uno de ellos tenía grabado un escudo en forma de pentágono sobre el pecho, mientras que otro, bajo su negra capa, dejaba entrever un murciélago adherido a los tejidos grises que cubrían el plástico del que estaba fabricado. Las figuras se organizaban en escala. Primero, las más grandes. Luego, las medianas. Y, por último, las más pequeñas. Sin duda, las favoritas de él eran las medianas, ya que eran más bonitas y, por supuesto, más fáciles de manejar.
Los juguetes estaban vacíos, pero ya se encargaba él de darles forma, proporcionando a cada uno de ellos un papel para la función que iban a representar. El de la capa negra será el héroe oscuro, valiente y luchador, mientras que el otro, el del traje verde y morado, será el malvado villano que ha secuestrado a la chica. Los clichés eran evidentes. Pero lo importante era la evasión del mundo cotidiano. Un mundo donde no había modelos de referencia. Los únicos referentes se encontraban en las palmas de las manos de los niños y en la ficción de la televisión y del cine.
Por desgracia, a medida que el niño cumplía años, sus referentes tradicionales se esfumaban y se convertían en personas reales de carne y hueso. La realidad empezaba inundar su mente y su espíritu. Los ejemplos a seguir eran seres grotescos y despiadados, pero, de una forma u otra, los niños, que se habían convertido en adultos, los adoraban e idolatraban obedientemente.
Ahora, impregnado por la negatividad de lo real, ansiaba regresar y retomar sus modelos del pasado. El problema es que esto solo lo podía hacer en sueños. En el momento en el que se despertaba, la realidad, con gran fuerza, le golpeaba en la cara. Esa realidad le obligaba a seguir a aquellos referentes infames y desalmados.
Por suerte, queda el recuerdo. El recuerdo de un niño que, con gran imaginación, soñaba con salvar al mundo y acabar con los villanos que secuestraban a la chica. Recuerdos que vienen cada vez que sube al desván de su casa. Recuerdos que aparecen cuando los sueños deciden jugar con el pasado.
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