De Ramón Castro
Vicente acaba de salir de casa con su paraguas. De acuerdo con que estamos en mayo, a veintisiete grados, sin nubes y con previsiones de seco. Pero qué sería de Vicente sin su paraguas. Él dice que le ayuda a pensar cuando camina de vuelta, venga de donde venga. Sostenerlo en una de sus manos le ha proporcionado constancia y determinación. Concentrado, en un día soleado, mantenerlo sobre su cabeza ignorando las risas del público, le hace disfrutar de otros mundos, propios, íntimos, alejados de otra forma, cercanos cuando su empeño aprieta con fuerza el mango negro. Vicente confiesa que ve la vida de la manera correcta cuando enfoca los problemas adecuadamente. Y para eso necesita de un paraguas que le proteja de los necios, de los falsos poetas, de los ostentadores de la verdad, de los desagradecidos, de los celosos, de los acomodados, de los sabios que no saben, de los listos que se ven venir, de los manipuladores que extraviaron la llave inglesa, de los que perdieron el pelo mucho después de perder la vergüenza, de los falsos argumentos, de los que aspiran a calar algún día el paraguas de Vicente, a sabiendas de que nada útil los caló a ellos jamás. Por todo eso, Vicente siempre camina con su maravilloso paraguas, venga de donde venga, vaya a donde quiera que vaya.
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