De José Manuel Molina
La niebla invadía las calles. Todo estaba oscuro. Caminábamos despacio y aturdidos porque aquel manto blanco tapaba cualquier atisbo de visibilidad. Sólo podíamos percibir el leve resplandor de las luces de Navidad. El silencio era asombroso. Escuchábamos nuestros propios pasos como si un objeto pesado cayera con gran vehemencia al suelo. No hablábamos. El silencio era precioso, no había motivos para hacerlo desaparecer. Disfrutar de aquella paz habría sido inimaginable en otro lugar. Allí había algo mágico, algo especial.
Todo parecía tranquilo, pero, de repente, el ambiente cambió. No supimos muy bien por qué. En un momento, la serenidad y la tranquilidad de la noche desaparecieron. De forma inesperada y contundente, un sonido estrepitoso, generado por una manada de pájaros, sacudió nuestra mente y nos asustó. No entendíamos muy bien qué ocurría. Pensábamos que los pájaros no se comportaban de aquella manera. Creíamos que estábamos asistiendo a un espectáculo sonoro irracional e inimaginable, pero, en realidad, sólo éramos partícipes de una normalidad imperante. Nuestras ganas de volar despertaban una imaginación que casi se podía palpar. Andábamos siempre esperando a que ocurriera algo alucinante. Y, sin darnos cuenta, pasaba. Tomábamos conciencia de ello al recordarlo, pero nunca en el momento de vivirlo. Curioso.
Los dos individuos tenían frío. Contemplaba como la densidad de la niebla se plasmaba en los tejidos de sus ropas. Mis manos, bañadas por el color rojo, se habían convertido en cristal. A mi dedo le costaba apretar el botón. Cada vez que lo hacía, una luz blanca dejaba ver el eterno frío de la noche. Las imágenes surgidas mostraban los rostros de incertidumbre de los jóvenes. Uno llevaba un gorro. El otro, por su parte, una manta que le cubría el cuerpo.
Los árboles estaban tristes. Al igual que las ramificaciones que surgen de una gota de agua que recorre el cristal de una ventana, las ramas de los árboles se extendían por el cielo oscuro. Siempre asociamos la oscuridad a algo malo. Yo, no. Por lo menos, aquella noche, no. La oscuridad era sinónimo de magia, y la magia, sinónimo de eternidad. Las cosas dependen de la visión que les demos. La eternidad puede ser un calvario pero también puede significar la plenitud espiritual. Una plenitud donde se mezclan con los sentidos, las luces, el frío y la niebla. Más tarde, los individuos desaparecieron, la niebla se esfumó y el frío se convirtió en calor.
Aquellos dos sujetos no eran más que los peluches que reposaban en la silla de mi cuarto. La niebla era la fría sábana blanca que me cubría de pies a cabeza. El frío era el calor invertido que desprendía la estufa. Los pájaros eran los trozos de papel que se hallaban en mi mesita. Las ramas de los árboles eran las cuerdas de mi guitarra callada. Y la oscuridad, afectada por el mismo proceso que el frío, era la luz que entraba por mi ventana entreabierta.
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