De José Manuel Molina
Había una vez un señor de pelo largo que trajo la ilusión a aquellos que se encontraban vacíos y sin espíritu. Conocía los misterios más sencillos del mundo. En realidad, todos conocíamos aquellos hechos intrigantes, pero necesitábamos a alguien que nos los recordara en voz alta. Eso nos haría sentir mejor.
Con un tono demoledor y una voz intensa, pronunciaba las palabras más duras, que recorrerían todos los rincones del país. Era curioso ver cómo agarraba cada una de ellas y las soltaba a bocajarro contra sus enemigos, que también eran los nuestros. Sin duda, era un señor valiente.
Probablemente, no era consciente de todo lo que se estaba gestando a su alrededor. Muchos le pedían que saltara al campo de batalla, pero él, con gran humildad, se negaba. Sin embargo, llegó un maravilloso día que le hizo cambiar de opinión y dar un paso adelante. En la sala no habría más de veinte seres expectantes, esperando a que llegara el momento del comunicado. De repente, cuando todo estaba en el más completo silencio, decidió sacar la valentía suficiente y pronunciar aquella hermosa expresión. "Voy a la guerra". Sus palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre sus enemigos. Todo acababa de empezar. La batalla era dura, y todos lo sabíamos. Pero era necesario. Por lo menos, intentarlo. Para, así, después, conseguirlo.
Todo comenzó con un susto y una alegría. Un susto para aquellos que eran dueños de la vida y que hacían y deshacían todo lo que nos correspondía a nosotros, los indefensos. La alegría, por suerte, fue para los de abajo, los que trabajan duro, los que a pesar de todo mantienen las esperanzas. Una luz morada recorría el alma de todos nosotros. En especial, de los más jóvenes. Asistíamos estupefactos a algo que jamás habíamos vivido. La ilusión fluía por nuestras venas. Acabamos de salir de una representación teatral pesada y aburrida para ser partícipes de un espectáculo maravilloso y apasionante. El problema llegó después, cuando la palabra espectáculo tomó su significado original.
La masificación de las ideas encerradas en las mentes nos dio forma, nombre y, en cierto modo, prestigio. A algunos ya no les quedaría más remedio que hablar de nosotros. Si no lo hacían, darían demasiado el cante de aquello que dicen ser pero que en realidad no son.
No pasó mucho tiempo hasta que aquel movimiento, que se dividió en más corrientes, conquistó los lugares más importantes del país. Al igual que el agua que fluye por el caudal de un río, nuestro impulso y nuestra voz se dispersaron por los rincones más marginados del país. Aquellos rincones que parecían no existir. Quizá esté exagerando, pero te aseguro que fue así cómo lo vivimos.
Quedaba menos. Los días, las horas y los segundos se deshacían como los granos de café en un cuenco de leche. Los problemas se sucedieron. La disipación de las ideas y la tergiversación de los gigantes mediáticos comenzaron a dar sus frutos y a pudrir los nuestros. Después de tanto esfuerzo, todo se estaba apagado, la esperanza se estaba perdiendo. Cuando la ilusión estaba deshecha en nuestras mentes, y la alegría empezaba a desvanecerse en la más absoluta nada, llegó un brote de luz, un haz de esperanza. Aquel preliminar nos trajo de vuelta. Una pelea a cuatro y un discurso, que traspasó el alma de muchos de nosotros, nos llevó a remontar a nuestros adversarios días antes de la batalla. El optimismo y la certidumbre poseyeron el cuerpo de los más fieles y de los que veían toda la exhibición desde la barrera.
Recuerden, recuerden un 20 de diciembre. La victoria era nuestra. La lucha había concluido. Sólo quedaba esperar los resultados. Era ahora o nunca. La espera se hizo eterna. Contemplábamos expectantes la pantalla que nos proporcionó el desenlace. El silencio era intenso, muy intenso. Los susurros rozaban la piel de los miembros que atestaban la sala. Tres minutos. Dos. Uno. El resultado empapó nuestra mirada. ¿Qué había pasado? No sé. Nadie lo sabía. La mayoría estaba alegre, pues los datos eran buenos. Pero la sensación de algunos no fue agradable. Nuestras mentes estaban en blanco. Si era ahora o nunca, el ahora había pasado. Sólo nos quedaba el nunca. Así lo vi yo. La ilusión se esfumó, y la desesperanza, sin permiso, entró a mi jaula.
Los días pasaron, por lo tanto, tuve tiempo para la reflexión y el pensamiento. La sensación de fracaso y frustración desapareció. Pero esto no significó que la esperanza regresara. Una niebla densa conquistaba mi entendimiento. Lo mejor era evadirme y alejarme de aquel espectáculo de luces moradas, azules, naranjas y rojas.
Esperé hasta que un atisbo de ilusión llegó. Un aprieto de manos. Dos sonrisas de alianza. Una unión definitiva. Un pacto para ganar. Así fue como volvió la luz y la ilusión. El juego fue breve. La batalla comenzaba de nuevo. ¡Vamos a por ello!
Esta vez el tiempo era reducido. Había que repetir todo lo anterior, pero con nuevas luchadoras, nuevas reglas y nuevas armas. Intérpretes, representantes, intelectuales y gente de gran prestigio se puso a nuestro favor. Estábamos unidos. Podemos ganar.
No había que confiarse. Nuestros adversarios habían sacado toda su artillería pesada. Si dejábamos que el silencio predominara en la batalla, podíamos escuchar sus temblores, sus voces de preocupación, sus murmullos cargados de miedo. Los indefensos éramos más fuertes que nunca. Eso creía yo.
A diferencia de la primera vez, el tiempo pasó mucho más deprisa. Como el goteo de un grifo mal cerrado, los momentos se sucedieron uno tras otro. Llegó el día. Otra vez la misma sala. Otra vez la misma pantalla. Pero esta vez con más gente. Un hombre gordo vestido de negro y rodeado de paredes rojas iba proporcionando los nuevos datos. En ese momento, surgió la misma pregunta que en el primer asalto, pero esta vez con mucha más razón. ¿Qué había pasado? No sé. Nadie lo sabía. El resultado fue peor que en la primera ocasión. La derrota era un hecho objetivo. Si tenemos en cuenta nuestra corta existencia, el resultado era excelente. Pero si tenemos en cuenta nuestras expectativas, el resultado era un fiasco. Ganaban los de siempre. El choque contra el muro de la realidad fue doloroso. La poca ilusión que quedaba dentro de nosotros desapareció. Podía verlo en sus caras. Habíamos perdido.
Mi juventud me había llenado de falsa ilusión y esperanza, que se vio machacada con mi primera gran derrota. Una derrota que, como acabo de decir, para mí fue la primera, pero para mis compañeros de la historia pertenecía a una más de las continuas pérdidas que sufrían nuestros ideales. Ni un hombre con coleta ni una masa morada de personas pudieron cambiar el rumbo de la historia. Pero, a pesar de todo lo anteriormente nombrado, no me rindo. Sigo, lucho, pienso e intento entender. Sé que es difícil, pero algún día lo conseguiremos. Conseguiremos cambiar las reglas del tablero. Conseguiremos cambiar las ideas imperantes. Conseguiremos cambiar el mundo.
Escribir comentario