Tengo los pies helados. Deben estar debajo de mis tobillos, porque de alguna manera puedo caminar. Si cierro los ojos, no están. Huyeron esta mañana, justo al bajar de la cama, cuando fui a pisar el suelo. La culpa, de las zapatillas de andar por casa, que han pasado la noche en el zapatero, haciendo el amor con los naúticos de verano, apasionadamente. Los escuché durante horas, hasta que pude quedarme dormido, harto de sus risas y juegos. Mis pies son los que ahora pagan la factura de tanto deseo. Celosos, furiosos, despechados, intentaron abrir la puerta de su nido de amor, sin éxito. Agotados, acabaron tendidos sobre el suelo de la habitación, desnudos y exhaustos. Es tanta su desesperación que no quieren nada. Ni el mejor par de mis calcetines ha podido consolarlos a primera hora. Siguen fríos, a pesar de las bolitas de lana. Los he calzado con unas botas de invierno, que una vez pisaron aposta a uno de los naúticos, al izquierdo, creo. Ni con esas. Mis pies han perdido al amor de su vida y ahora no saben dónde pisar ni cómo.
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