De Ramón Castro
Admiten casi cualquier cosa, siempre que los maltrates. Desde luego, bien cuidados, no valen para lo que son. Lo normal, si abusas de ellos, es que acaben destrozados y que, encima, les eches la culpa de tus desgracias, como cuando las madres legendarias decían aquello de te está bien empleao, no llores que te doy más. De esas ya quedan pocas, las nuestras y alguna que otra que se hartó de moderna. De los padres, mejor no hablar. Me quedo con los de antes y alguno que otro que se hartó de moderno. A lo que iba, que les cabe de tó, que a veces, de un año para otro, te dan alguna sorpresa económica y que, sin ellos, a ver dónde pijo íbamos a meter las llaves, el móvil, la cartera, el ticket del parking, el clic de famobil del niño, la tarjeta del Leroy, la servilleta de los mocos, el inhalador para el asma, la cita con la fisio, el teléfono y dirección del último novio de la niña, el euro con veintisiete que me devolvió el frutero de buena mañana, los kilómetros del próximo cambio de aceite, las gafas de ver de cerca, la tuerca que encaja con los tornillos que tengo que comprar en la ferretería, el muñequito del huevo kinder, la invitación de aquella rubia para la hora feliz del pub de la esquina, el cumpleaños de la mujer, el de los niños, el de la suegra repetido, el tuyo no, que ese te lo sabes, el último recibo del gimnasio y el nick del chat. Hasta ahí, que hace años llevabas las chapas, el trompo, las canicas, los tapones y algún jugador del subbuteo, sin olvidar el pañuelo de los mocos, perenne. Es lo que tienen los bolsillos.
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