De José Miguel Fernández
Es frecuente encontrarse personas que creen firmemente que el transcurso de sus vidas o, al menos, ciertos acontecimientos cruciales que marcan un punto de inflexión, están gobernados por el azar o por el destino. Esta actitud parece más propia del pensamiento arcaico-mitológico, alejada del pensamiento científico-racional actual, motivo por el que considero interesante hacer una reflexión crítica sobre ambos conceptos.
Designan, en primer lugar, que algo externo y ajeno a mi voluntad y que escapa a mi control interviene en mi existencia de forma puntual (azar) o permanente (destino), determinando su rumbo posterior.
En segundo lugar existe un desconocimiento, tanto de las causas que concurren (las causas se denominan casualidades en el azar), como del ciego designio del destino. Es interesante destacar que, aunque azar, en cuanto indeterminación, parece indicar lo contrario de la determinación absoluta del destino, éste se comporta como el azar, pues es caprichoso e irracional. Se trata, pues, de una contraposición entre la causalidad -su contrario es la casualidad- o certidumbre propia del conocimiento de las causas y la indeterminación e incertidumbre del azar y el destino. Representaciones gráficas simples de la causalidad serían las siguientes:
El primer esquema refleja una concatenación de causas-efectos, de forma que cualquier suceso de nuestra vida es efecto de una causa, que, a su vez, es efecto de otra causa previa y así sucesivamente. En el segundo, los acontecimientos vitales son resultado de una serie de factores condicionantes y/o determinantes llamados causas. Pues bien, si es el azar o el destino el rector de nuestra existencia se rompe, por desconocimiento, la concatenación de causas y éstas aparecen o como decisiones inevitables del destino o como casualidades que irrumpen de forma súbita e inesperada. Imaginemos la situación siguiente: un individuo que apenas viaja se desplaza un día a la capital y compra, gesto inusual según sus costumbres, un billete de lotería que luego resulta premiado. La reacción más frecuente es atribuir este afortunado suceso a las casualidades o a la diosa fortuna. Pero, si nos fijamos, lo que sucede es que sustituimos la ocurrencia de factores cuya causa ignoramos por las casualidades o el destino. En el ejemplo propuesto, el sujeto, poco dado a los viajes, quizá se vio obligado a viajar por motivos laborales, familiares… y decidió comprar lotería, conducta poco frecuente en su caso, a un vendedor que tenía asignada la zona por donde transitaba. El resto, es decir, que su número resultara agraciado, sí parece depender del ciego azar, pero supongamos que conocemos la posición inicial de las bolas en el bombo antes de que comience a girar, el rozamiento, la velocidad de giro,… quizá entonces podemos prever la posición final de las bolas tras los giros y estar en disposición de anticipar el número premiado. Al respecto, el matemático, físico y astrónomo P.S. Laplace (s. XVIII) decía que para una inteligencia omnisciente que tuviera conocimiento del estado actual del universo y sus causas sería posible predecir todos los efectos y conocer con total precisión los estados futuros. En cualquier caso que te toque la lotería depende, en primer lugar, de que decidas jugar, y, en segundo lugar, de la cantidad de números que juegues, pues es una cuestión de probabilidades. Esto demuestra que uno de los pilares de la ciencia, la predicción se funda en la posibilidad de conocer las causas que determinan los efectos y, aplicando el método inductivo –tan criticado por el filósofo escocés D. Hume (s. XVIII)- establecer regularidades, de modo que las mismas causas provocarán siempre los mismos efectos. Este simple esquema es el principio de causalidad, explica los fenómenos determinando las causas y permite un cierto control y dominio de la naturaleza, una de las constantes de la ciencia hasta el descubrimiento de las mutaciones genéticas –una obra clave que aborda el tema del azar y el determinismo en biología es El azar y la necesidad de J. Monod (s. XX)- y de la física cuántica –principio de incertidumbre de Heisemberg (s. XX), gato de Schrödinger- cuyos descubrimientos sugieren la necesidad de aceptar que el comportamiento de las partículas atómicas no está sujeto a leyes causales, aunque alivia pensar que uno de los motivos es el propio proceso de observación y los instrumentos empleados.
Es cierto que aplicar el principio de causalidad de forma estricta a la conducta humana es un error grave que desembocaría en un peligroso determinismo –la película La Naranja mecánica de S. Kubrick es una defensa del libre albedrío y una denuncia de las graves consecuencias de someter la conducta humana al determinismo atroz que proponen tendencias psicológicas como el conductismo de Watson y Skinner-, pues el ser humano es consciente, actúa con intenciones y elige libremente entre alternativas de acción. Pero no es menos cierto que cualquier intento de explicar racionalmente al ser humano tiende necesariamente a establecer leyes, aunque sean estadísticas, o descubrir patrones universales de conducta y, a nivel personal, cualquier individuo mentalmente sano ejerce un control o dominio consciente de sus actos y es capaz de anticipar las consecuencias de su conducta. Resulta curioso que incluso los que confían plenamente en el destino o el azar traten de reducir al máximo la incertidumbre que ambos introducen en sus vidas. Por ejemplo, los griegos antiguos visitaban los oráculos con la intención de obtener información, transmitida por la pitonisa, sobre el destino que la tríada de diosas –Las Moiras- tenía previsto para sus vidas (en el célebre mito de Edipo se narra de forma trágica el desesperado e inútil intento de esquivar el destino). Al que cree profundamente en el destino se le puede plantear la siguiente paradoja: ¿se cumple el destino si alguien, que ha de tomar un vuelo, es avisado de que no lo haga, pues el avión se estrellará y efectivamente se estrella, pero él decidió no viajar ante el temor de la advertencia? En el ámbito de la casualidad también existen ejemplos de intentos de reducción de la incertidumbre: elegir ciertos números de lotería coincidentes con determinadas fechas confiando en la sensibilidad de la diosa fortuna o del azar hacia sucesos luctuosos (terremotos, incendios, tsunamis, atentados con elevado número de víctimas…) o rebosantes de felicidad (el día que nació el primogénito, mi equipo ganó la liga…). Estos intentos de anticiparse al destino o al azar expresan otro rasgo importante: se recurre a ellos a posteriori, es decir, cuando el suceso en cuestión y del que desconocemos algunos o todos los factores condicionantes y determinantes ya ha ocurrido.
La creencia exagerada en el destino o el azar conduce al absurdo pues, si lo que ha de sucederme está previsto y no depende de mi voluntad, ¿para qué me empeño en alcanzar ciertas metas, en ilusionarme con 3 proyectos, en dar un rumbo o sentido a mi vida, en realizarme como persona…? Además, la confianza abusiva en ellos, al reducir el valor de la voluntad, disminuye también el grado de responsabilidad en las decisiones que adoptamos y el rumbo que toma nuestra existencia (aún no se ha registrado ningún caso en el que el abogado defensor presenta ante el juez un eximente de cargos argumentando que su cliente no es responsable porque cree firmemente en el destino).
Concluyo afirmando mi firme convicción de que el factor más decisivo de lo que nos ocurre es la libre voluntad, algo extraño, difícil de explicar para la ciencia y que incorpora ciertas dosis de indeterminación.
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