De Jesús García
Subía por las escaleras como una pequeña mota de polvo que deambula entre la tela de las cortinas, con paso lento, casi podía levitar. Llegó a la cima de aquel pesado, pero fructuoso viaje, y se dispuso a encadenar ese esfuerzo titánico que había hecho al recorrer las escaleras, con otro: encontrar su habitación en medio de la oscuridad.
Estuvo inmóvil durante al menos diez minutos. Ahí delante, reuniendo las fuerzas necesarias para hallar el interruptor que hiciese desaparecer lo que hace desaparecer la realidad. Pero, para expresar una completa sinceridad, aquellos minutos en los que estuvo observando la nada, lo inobservable, sirvieron para que comenzase a distinguir diversas formas en medio de ese negro bruto. Eso fue, sin duda, una ventaja enorme que hizo posible el aniquilamiento total de la desorientación y el amanecer de la bombilla. Había luz.
La bombilla emitía una luz cegadora, o quizá no. Es posible que pareciese cegadora después de tanto tiempo en la inmensidad oscura. Es posible que sus ojos hubieran hecho como esos animales que llegan a un nuevo hábitat y necesitan evolucionar para evitar el perecimiento, y ahora necesitasen un indeterminado periodo de tiempo para involucionar y regresar a su estado natural. Es posible que todo estuviese en su cabeza, y al haber pasado tanto tiempo en el infierno hubiera desarrollado una especie de Síndrome de Estocolmo sin ni si quiera saberlo, y quisiese retornar a lo anterior. A veces anhelas algo con tanta fuerza que cuando, por fin ocurre, ya no lo quieres, ya no lo necesitas y, a veces, incluso tu propio cerebro hace por despreciarlo y repugnarlo. Aunque, mirando bien la bombilla, deteniéndose un instante en frente de aquella fuente de luminosidad, pareciera como si, dependiendo de la posición en la que estuvieses en el pasillo, expresara una intensidad diferente de luz. O simplemente el proceso de involución estaba llegando a su cénit. Todo es real en la medida en la que tu mente lo cree, así que todas las anteriores opciones eran reales, pasaba todo a la vez.
Dejó de confabular y decidió dar por terminada su enrevesada hipótesis. Ahora, aunque con las mismas dificultades del principio para caminar, podía llegar con bastante facilidad a su habitación, y así lo hizo. Casi como si el suelo de su dormitorio ardiera, entro allí, abrió el cajón de su cómoda, cogió lo que necesitaba, y salió velozmente. Ya tenía su siguiente objetivo fijado, así que aún más rápido entró en el baño. Abrió el grifo del lavabo, se echó un poco de agua en la cara, se la secó y se miró en el espejo. Observaba al espejo casi como queriendo desafiar a su propia persona, miró fijamente sus propios ojos y se metió dentro de su propio iris, como si así pudiera lograr ver su interior. Y es que era eso lo que quería, ver cómo era por dentro o, mejor dicho, ver quién era por dentro.
Estuvo tanto tiempo así que ni si quiera supo contabilizar cuánto fue. No habría parado de no ser porque comenzó a sentir un dolor más fuerte en el brazo, la raja se había abierto un poco más y todo su brazo era ahora malva. Ni si quiera hizo intento de tapar aquello, quizá pensó que aquello podía ser la puerta por donde observar su interior, o quizá se había cansado de intentarlo, sin más.
Comenzó a hacerse preguntas. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba tan apagado? ¿Por qué era tan estúpida? Se sentía un loco, pero a la vez creía que era la más cuerda del mundo. Quería poder terminar con aquello de una vez, quería sentirse aliviada, sentirse calmado. Pero, ¿quién era en realidad? ¿De verdad tenía fuerzas para terminar con todo aquello? Llegó a la conclusión de que no. Desde pequeño sus padres le habían dicho que no fuera un llorón, que los niños no lloraban, que tenía que ser valiente y no dejarse amilanar nunca por nadie para poder llegar a ser una mujer fuerte, segura e independiente de mayor. Pero no había podido llevar a cabo todas esas directrices paternas, porque no había sido contundente. Se veía tan estúpida que ni si quiera sabía deslizar correctamente un arma blanca por los vasos sanguíneos de sus brazos. Nadie le había entendido, nadie había sabido comprender aquel sentimiento que él guardaba con tanto pesar y que pocas veces soltaba a alguien.
De repente exhaló un grito desgarrador. No se sabe si por el dolor que estaba sintiendo en su brazo o por la impotencia que sentía ante su cobardía. No, esto no se podía quedar así, debía cumplir con su padre, debía tener valor. Echó una mirada al bidé, ahí estaba apoyado el frasco de hormonas que había cogido de su cómoda. Lo agarró con toda la fuerza que era capaz de albergar. Lo abrió. Vertió todo el contenido dentro de su boca. Tragó.
Todo pasó relativamente rápido. En un instante estaba tumbada en el suelo, casi sin poder moverse. Totalmente paralizado, ni un dedo podía alzar. Estaba en un estado que le gustaba, porque no podía hacer nada, no tenía que decidir, no tenía que tener valor nunca más, todo pasaría solo. Y así fue. De repente la imagen de la cortina de la ducha desde el suelo pasó a un negro intenso. Mucho más intenso que el que había experimentado en el pasillo, ni punto de comparación. A ese oscuro le siguió un blanco cegador, casi divino, mucho más intenso que el que engendró la bombilla, ni punto de comparación. Pero él no quería eso, ella no quería negro, él tampoco quería blanco, ello quería gris. Juntó todas sus fuerzas una vez más para lograr ver ese gris. El tono no varió ni en un ápice. Vio el color plomizo como una fantasía, como algo irreal, algo inalcanzable.
Un momento, ¿y si era eso? ¿Y si de verdad no existía? ¿Y si todo había sido una ilusión de su cabeza una vez más? ¿Había tomado aquella decisión para nada? No, qué va. Fue en ese instante cuando experimentó la sensación más hermosa que había tenido. Le resultaba algo nuevo, jamás se había sentido así. Finalmente había hallado la verdad, por fin había resuelto sus dudas. Y así pasó toda la eternidad. En medio de una odisea conformista teñida una vez de blanco, y la siguiente de negro, sin nada más. Pero no importaba, porque sabía que el gris no existía, que no lo podía conseguir. Porque todo es real en la medida en la que tu mente lo cree, y ese gris ya no vivía en su mente, se había evaporado. El gris no existía y nunca existió.
¿O sí? Quizá lo tenía delante, todo ese tiempo lo que había era gris, pero no podía verlo. A veces anhelas algo con tanta fuerza que cuando, por fin ocurre, ya no lo quieres, ya no lo necesitas y tu cerebro hace por no verlo.
Quién sabe, todo es tan complicadamente sencillo y tan sencillamente complicado…
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