De Ramón Castro
Para cuando terminó de leer la novela, rondaban las dos de la tarde. Se dio cuenta, al cerrar el libro, del silencio en el que llevaba inmersa durante cuatro horas. Además, hacía frío. Pudo advertir cómo sus manos se habían quedado heladas, no así el resto de su cuerpo, cubierto por la manta del sofá. Lo cierto es que no podía moverse. Estaba aterrada. Lo tenía delante, mirándola fijamente a los ojos, esperando de ella lo que todo el mundo le negaba desde su adolescencia. Su expresión, agresiva, la hacía temblar. Los minutos transcurrieron sin que él mediara palabra. Únicamente la miraba pasándose el cuchillo de una mano a la otra. Hasta que paró. Lo dejó en la mesa, lejos de su alcance. Se inclinó hacia ella mientras le solicitaba silencio llevándose el dedo índice a sus labios. Con la otra mano, le arrancó de un tirón el trozo de cinta americana que la amordazaba. Atada de pies y manos, con la libertad suficiente como para seguir sosteniendo el libro, ella lloraba sin poder ni siquiera decir no me mates.
– Me gustaría saber qué te ha parecido mi novela -dijo suavemente mientras le retiraba el pelo de su oreja izquierda. Ella pudo sentir su aliento cálido, envolviendo cada una de sus palabras. Atada no solo por la cinta, atada por el terror. Antes de que pudiera responder, él volvió a hablar.
– Espero una crítica valiente. Me gusta la sinceridad. Intenta no engañarme.
Lentamente, retiró la mano de su pelo y volvió a sentarse frente a ella, sin dejar de mirar sus labios, mientras continuaba jugando con aquel cuchillo. Ella no podía hablar. Apenas había podido entender aquel libro. Nadie hubiera podido entenderlo aún dedicándole días enteros. Con la respiración entrecortada, miró hacia un lado. Quería apartarse de él para tener la oportunidad de pensar sobre lo que había leído a duras penas; recordar la relación entre los seis personajes que aparecían y desparecían sin orden ni concierto, sin hilo argumental. Se agarró a uno de ellos y decidió que todo lo demás no importaba realmente demasiado en aquella historia.
Él se levantó tras escuchar la crítica. Estaba furioso y luchaba por encontrar una salida para matarla. Se hallaba atrapado en sus propias promesas. Ella había sido sincera y elegante en la construcción de sus argumentos. De pronto, no encontraba aquellos impulsos que él mismo mitigaba minutos antes y que le proporcionaban tanto placer. Ahora ya no estaban. Sabía que quería matarla pero no podía hacerlo. Su absurda y patética moral, lejos de tambalearse, ahora se mantenía firme y eso le salvaba la vida a ella.
– “No puedo matarla. Ha sido sincera” -se decía mientras la miraba, ya de pie. Ella lo evitaba. Prefería mirar al suelo. Decidió, mientras confeccionaba su discurso, que no suplicaría por su vida. A medida que ella hablaba, iba dándose cuenta de que aún podría tener unos minutos más para poder escapar de allí. Debía ser lo suficientemente inteligente para manipularlo.
De repente, dejó de dar vueltas sobre sí mismo. Volvió a mirarla. La había descubierto. -Te crees muy lista ¿eh? ¿Creías que no me iba a dar cuenta? Sé lo que piensas. Que soy un imbécil al que puedes engañar haciéndole creer que me estás contando la verdad. ¿De veras creías que diciéndome que la novela no está completa ibas a salvarte? Sé lo que piensas. Sé que me has engañado. No aportas mucho más de lo que aportaron las demás. Voy a matarte.
Fue entonces cuando ella levantó la vista del suelo para mirarlo. -La novela no está completa. Yo sé lo que le falta -dijo mientras sujetaba el libro entre sus manos. Él se lo arrebató violentamente. Tras un silencio, lo abrió y buscó un pasaje. Cuando lo encontró, lo colocó de nuevo entre sus heladas manos. -Lee en voz alta, ¡Ahora! ¡Lee! -gritó violentamente.
<Ahora ya estaba más tranquilo. Podía sentir su corazón latir a un ritmo cada vez menor mientras limpiaba el cuchillo en el lavabo. Podía oler su sangre desde el aseo. A pocos metros, yacía muerta mientras él ya soñaba con volver a sentir el placer de acabar con la vida de alguien más. Se miró al espejo. Era un hombre atractivo. De repente supo que todo aquello estaba siendo demasiado fácil. Y ya no obtuvo placer. Secó el cuchillo y una rabia intensa se apoderó de su voluntad. Aquello no había sido nada fuera de lo común. Lo que había hecho no tenía valor alguno. Sintió asco de sí mismo hasta que descubrió que él no tenía la culpa. Ella, esa mujer que yacía degollada en el salón, lo había engañado. Ella lo hizo todo tan fácil. Qué estúpido se sentía. Incluso allí, sin vida, parecía escucharla, riéndose de él. Aquel asco que instantes antes sintió de sí mismo, se transformó en una ira que volvería a elevar su crimen a la categoría que deseaba. La apuñaló cientos de veces, hasta caer rendido sobre su cuerpo.>
– ¿Esto es lo que piensas hacer conmigo? -le preguntó tras terminar de leer. -Creo que eres capaz de hacerlo. Creo que lo has escrito porque lo vas a hacer. Sé que lo harás y sé también que aún no has encontrado la razón por la cual me matarás de esa manera. Porque él, el personaje que hace todo esto que acabo de leer, no lo sabe tampoco. Su creador, tú, no ha sabido darle ni una sola razón para explicar sus acciones. Y si no lo has hecho es porque tú no la tienes o porque no sabes encontrarla. Deseas que no sea fácil, porque en eso encuentras placer, un placer que te abandona cuando descubres que cualquiera puede terminar con la vida de una persona atada y amordazada, aterrada, asustada y tan muerta de miedo que no sentirá ni una sola de las cuchilladas que piensas asestarle. Quieres que sea más difícil, más complejo. Si fuera así, como tú quieres, entonces sí te mirarías al espejo y verías algo más que una cara bonita. Verías a un hombre inteligente, astuto y decidido, que ha sabido burlar la estupidez de las mentes corrientes. Tu novela es una caja de cartón donde todos los personajes están perdidos, inconexos, donde nadie hará nunca algo extraordinario. La novela tiene los ingredientes y si tú la dejaras ir, sería buena. Creo que ahora me matarás porque siempre será más fácil engañarte en el espejo que asumir que tú no eres el chico que firma ejemplares en una librería. Solo eres el asesino de una mala novela.
Él cayó desplomado al suelo. Lo que ella escuchó se correspondía con el disparo de una USP Compact 9 mm. El impacto le destrozó la pierna a la vez que manchaba de sangre la alfombra del salón. Cuando ella abrió los ojos, advirtió ese olor a hierro, mezclado con el propio de la pólvora. A su alrededor, tres agentes de la Policía lo inmovilizaban. Sus gritos se desvanecían. Estaba a salvo.
La tarde anterior, firmaba cientos de ejemplares en la Feria del Libro. Le llamó la atención un hombre atractivo que se acercó con su propia novela y que pretendía que ella la firmara. Amablemente, declinó la invitación y fue entonces cuando pudo ver la mirada del asesino de su primera novela, “En el espejo”.
Cuando aquella noche creyó verlo en el parking de casa, decidió dejarle un whatsapp a su editor: Estoy preocupada. Llama a la Policía si mañana no llego a tiempo.
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