De Ramón Castro
Sentado frente a ella, viaja hacia atrás en el tiempo. Es así como se siente cómodo y no con lo de ahora. Sus dedos aún son lo suficientemente vigorosos como para no desfallecer ante el incesante tecleo al que los somete, letra a letra. Palabra tras palabra, las encadena fácilmente mientras va encorvándose sobre el pesado carro hasta percibir el olor a tinta que desprende el carrete en su ir y venir, desplazando la cinta bicolor sobre las que impactan los tipos. Teclear cada vez a un ritmo mayor exprime su imaginación, extrayendo de ella nuevas formas de decir lo mismo y de contar lo diferente con unas pocas palabras. Lo hace de manera vertiginosa, tratando de averiguar exactamente cuándo sonará el timbre marginal, que avisa que ha llegado al borde del papel y que debe volver a empujar la palanca de carro libre hasta el fondo, conteniendo la respiración para evitar la fuga de ideas, sostenidas en esos precisos segundos por hilos invisibles, frágiles. Atrás queda el comienzo, cuando colocaba milimétricamente la hoja sobre un rodillo deslizante, a veces caprichoso, hasta el momento de fijarlo y sostener el papel con la varilla fijadora; preludio de todo aquello.
Ha puesto un punto y aparte, saltado de línea, colocado el fijador de mayúsculas. Contiene la respiración, fatigado. Escudriña el texto en busca de erratas. Todo en orden. Suelta el aire, aliviado. Y lo teclea: FIN.
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