Tulo

De Ramón Castro

 

Tulo es el nombre de mi perro. No lo veo desde que se marchó a buscar el pan. Preocupada, fui a buscarlo al despacho y fue entonces cuando José, con las manos cubiertas de harina, me dijo que por allí no había pasado Tulo. Algo ocurría, por tanto, en los escasos tres minutos que dura el trayecto de casa al negocio de José. Volví sobre mis pasos, mirando al suelo en busca de algún indicio, sin atisbar ninguno. Deambulé por las calles contiguas, pregunté a mis vecinas y también a los chicos que se dirigían de mala gana al instituto. Nadie parecía haberlo visto. Mi perro Tulo había sido secuestrado.

La policía no dudó en acompañarme a la puerta de salida. Pude advertir de reojo cómo el sargento Chusco hacía el gesto de locura mientras guiñaba el ojo al cabo Palos. Su bigote grasiento me dio tanto asco que no insistí más y, puesta la denuncia por secuestro canino, decidí volver a casa a esperar la llamada que, sin duda, requería la situación.

 

No había acabado de colgar el chubasquero cuando el teléfono sonaba. Eran ellos. Tenían a Tulo y me comunicaron que estaba tranquilo, sano y salvo. Me dijeron que era un perro muy amable y que no opuso resistencia cuando lo interceptaron, camino del despacho de pan. Con objeto de comprobar la veracidad de la llamada, les pregunté por el color de la bolsa donde José mete la baguette diaria. Todo era correcto. Tenían en su poder la bolsa con el nombre de Tulo bordado sobre la tela de cuadros. Apenas podía articular palabra, al ser consciente de que todo aquello estaba sucediendo realmente. De buena gana hubiera cogido al sargento Chusco de sus bigotes pringosos para ponerlo al auricular. Maldito incrédulo. Cogí el bolso y salí a la calle. Las instrucciones eran precisas. Debía cruzar la ciudad en menos de quince minutos y responder al teléfono de la única cabina telefónica que presidía la Plaza de la Luna. Allí volverían a darme indicaciones y, si todo iba bien, me reuniría con Tulo.

 

Respondí. Mientras algunos transeúntes me miraban extrañados, lograba recomponerme de la carrera que me había llevado a coger el teléfono público a tiempo. Estaban satisfechos porque había seguido al pie de la letra las normas que habían impuesto. Además, no había llamado a la policía por lo que creo que me había ganado su confianza. Eso sí, estaba completamente segura de algo. Se hallaban cerca. Me observaban. Tal vez lo hacían desde alguna de las ciento cuarenta y tres ventanas que hay en la plaza. Quizá estaban parapetados tras algún periódico o camuflados entre el personal de limpieza que mantenía la plaza tan bonita. Miré a mi alrededor, deteniéndome en cada una de las personas que transitaban cerca de mí. Ni rastro de Tulo.

 

Fue entonces cuando lo escuché. Sus ladridos se alternaban con el ruido de sus pasos al correr hacia mí. Hasta fundirnos en un abrazo. Allí estaba Tulo, de nuevo conmigo, aunque sin rastro de la bolsa bordada. En su lugar, un libro de Lengua Castellana en la boca, un bolígrafo enganchado en la oreja y una nota enrollada en una de sus patitas. Con toda seguridad, con los términos del acuerdo de liberación. Nerviosa, con un millón de imágenes inundando mi cabeza, procedo a leerla. Solo tiene una letra: R. De recuperación. Tulo acaba de recuperar la segunda evaluación. Y yo tan contenta, que mandé a mi perro a por el pan y me ha venido totalmente Recuperado.

 

Posible explicación lógica de lo acontecido el día 20 de abril en los alrededores del salón de actos del instituto.

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