De Ramón Castro
Llega el fin de semana y la oficina parece la misma T4 un 23 de diciembre. Todos los viernes, por ejemplo, Elías viene con el bocadillo hecho de casa. Dice que se lo come en el coche, de camino a su pueblo, mientras conduce. Así no pierde ni un segundo mientras deja atrás esta maldita ciudad que tanto le disgusta y en la que se siente forastero las veinticuatro horas del día.
A Elías lo que le gusta es estar en su pueblo, saludar a la gente por la calle a diestro y siniestro, pararse y que le pregunten cuándo se va a venir definitivamente o cómo está su madre, que aún sigue adelante con la mercería que les permitió estudiar a él y a su hermano Ginés. A Elías también le gusta el pueblo porque aquí está su novia, una chica estupenda que sacó farmacia con matrícula de honor, prudente, responsable y con saber estar, que trabaja en el nuevo súper que abrieron el año pasado, con parking gratuito e hilo musical novedoso. También ayuda a su hermana María a lavar cabezas los sábados y domingos que hay bodas, comuniones y entierros, como este finde que se han juntado las tres cosas y aún no se lo ha dicho a Elías, que llega tan contento al súper a recogerla a eso de las ocho y media de la tarde del viernes, con su bocata digerido y muchas ganas de darle un beso. Con lo que la quiere Elías.
Después de tomar dos cañas en Casa Julián, Elías ya sabe que se vuelve para la ciudad sin haber disfrutado de Concha, que se habrá pasado sábado y domingo completo entre rulos y secadores, al día de lo que es verdad y de lo que es mentira, sin poder desenredar lo cierto de lo falso, como esa historia de la Toñi que tiene una prima trabajando en el bar de la oficina que dice que ha visto a Elías ir al cine por las noches con una tal Lola, que es rubia y jefa y a la que le gustan los hombres guapos y listos, como Elías.
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