De Ramón Castro
Juan es Juan. A secas. Su padre tenía el segundo nombre de Francisco. Su abuelo siempre fue conocido como Juan Luis. Su tío más querido, Juan Ramón. Pero Juan, el Juan que está sentado delante de ella, es sencillamente Juan. Sostiene en la mano un poleo menta que acaban de servirle en la cafetería mientras escucha las razones de Luisa. Ella habla apresuradamente. No puedo oírla desde aquí, no porque me halle demasiado lejos sino porque no puedo abstraerme del timbre de voz de Sara, que no se cansa de hablar nunca. Juan mantiene su mirada fija en los labios de Luisa y, a medida que va acumulando palabras, su cuerpo se va encogiendo poco a poco, como lo hace un boxeador contra las cuerdas, con su espalda arqueada, con los brazos protegiendo su pecho. En mitad de todo, puede verse escapar el calor de la taza que aún mantiene entre sus manos.
Sara no calla pero puedo advertir que Luisa ha terminado cuando baja su mirada y niega con la cabeza, intentando encontrar una salida limpia para levantarse de la silla y dejar a Juan terminar su infusión. Extiende los brazos, apoya las palmas de sus manos sobre la mesa y se incorpora. Lleva chaqueta y pantalón y el pelo recogido. Está perfecta. Coge su bolso y se marcha. Juan no la sigue con la mirada. Sus ojos parecen dormidos. Se quedaron en algún verbo que no pude ver conjugado por culpa de Sara. Me hastían las personas como ella, que tienen la indecencia de seguir hablando cuando saben que las ignoras completamente. Mi poleo se ha quedado frío. Con él en la mano me acerco a Juan y me alejo de Sara y de sus absurdos recuerdos de adolescente. El sitio que dejó Luisa aún huele a ella. Él me mira y le sonrío. Mis labios siempre fueron más bonitos que los de Luisa aunque no los lleve pintados como ella. Mis ojos son más acogedores que los suyos. Mis manos ya no aguantan una taza de poleo. La he dejado a un lado para coger las de Juan y he conseguido que vuelva a tener ese juego de piernas que tienen los boxeadores cuando se quieren comer el mundo.
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