De Ramón Castro
Me gustan las de Isabel. Me di cuenta ayer, mientras la miraba desde mi mesa. Estaba repasando unos informes sin mucho interés y, de pronto, sucedió. Me fijé en ellas y ya no he podido olvidarlas. Eso sí, las he mirado un montón de veces más desde ese momento. Hace un rato casi me pilla y creo que anda un poco mosca, así que me iré a tomar el café con Luis, a ver si se me pasa un poco.
No me gustan las de Luis. Tampoco me había dado cuenta pero lo de Isabel me ha abierto los ojos y ahora estoy como obsesionado. Inés, además de hacer unos bombones perfectamente equilibrados, las tiene también muy bonitas aunque, tal vez por el paso de los años o por los problemas acumulados durante la vida, no tienen esa gracia al moverse. Ni siquiera, en eso, Lola está a la altura de mi compañera. Acaba de entrar y creo que sería lo último que advertiría en ella. Luis no para de hablar y como ve que no le hago caso se ha dado la vuelta y se ha puesto de "casquera" con Inés. Termino el café y vuelvo a la oficina.
De camino, me ha parado Alberto. Está de mal humor y tiene prisa por tener en su mesa la memoria de Plys&Co, así que no ha parado de darme la chapa sobre lo que se espera de mí, sobre lo decepcionado que comienza a sentirse con mi trabajo, sobre lo que yo podría aportar a la misión de la firma y otras tantas chorradas que aprendió en no sé qué master de función directiva el año pasado con Lola. Eso sí, mientras largaba, me he quedado absorto en las suyas y en la manera en que éstas acompañaban a sus manos, moviéndose al son de sus palabras, enfatizándolas, haciéndolas más sonoras. Me gustan las de Alberto. Le dan un aire a las de Isabel y se nota que, al igual que ella, las cuida. Bueno, Alberto siempre fue de cuidarse, sobre todo desde que se autoproclamó pretendiente primero de Lola.
Por fin llego a mi mesa y, mientras me siento, hago un poco el tonto, así como colocando el monitor del ordenador para volver a mirarlas. Y entonces me descubre. Isabel se levanta, viene hacia mí y, arqueándolas, me pregunta casi enfadada, moviendo la cabeza a un lado y al otro:
-¿Se puede saber qué miras?
Sin opciones, rendido ante ellas, suspiro y le digo la verdad:
-Que tienes las cejas más bonitas de toda la oficina, Isabel. Son el vestido perfecto para tus ojos.
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