De Mónico Muñoz
—Hijo, esta tarde tampoco vamos a poder ir a buscarte al salir de clase.
Las palabras de mi padre cayeron sobre mí como un jarro de agua fría. Pero, claro, él no sabía nada. Ni se lo imaginaba. Ni mi madre tampoco. Ni querrían saberlo, probablemente.
—Te viene bien andar, y así aprovechas para estar un rato con tus amigos.
Siempre lo mismo. Es verdad que me venía bien andar, a ver si conseguía bajar unos kilitos y dejaba de ser de una vez el gordito de la clase. Pero lo de los amigos… ¿qué amigos?
Me imaginaba otra vez la escena: Pancho y el Fusti, los dos repetidores de mi clase, con sus caras de matones esperando a la salida del colegio, con sus pantalones caídos y enseñando los calzoncillos. Con las capuchas de las sudaderas cubriéndoles sus cabezas —pese a que estamos ya en mayo y la gente normal va con manga corta— y esas estúpidas gafas de sol que solo se quitan en clase cuando el profesor se enfada y los amenaza con ponerles un parte. Como siempre, apoyados en la pared, comiendo pipas y tirando las cáscaras descaradamente al suelo, o mascando chicle ruidosamente, con la boca abierta de par en par. O compitiendo entre ellos a ver quién logra lanzar un escupitajo más lejos, o a ver quién se tira el eructo más sonoro, riéndose sin ningún motivo, a carcajadas, con esa risa estúpida. Siempre lanzando insultos y poniendo motes a todos los que salen del instituto:
—¡Eh, tú, cuatro ojos!
—¿Dónde vas, pelo panocha?
—¡Oye, culo gordo…!
—¡Ahí va el empollón!
—¡Cuidado con esas tetas!
Pero su atención se centraría en mí, en cuanto me vieran aparecer:
—¡Mira, el friqui!
Entonces, seguramente, los dos abusones, rodeados por la panda de imbéciles que les ríen las gracias continuamente, no sé si porque les tienen miedo o porque son tan mala gente, o tan tontos, como ellos, me seguirían a poca distancia hasta conseguir rodearme, como tantos y tantos días. Entonces, el Fusti empezaría con sus empujones y sus pellizcos. Y Pancho se acercaría a mí y me escupiría en la cara, diciéndome que me defienda si soy hombre. A lo mejor hasta me enseñaría su navaja, como el otro día, y me diría —otra vez— que si me volvía a chivar me la clavaría.
Hace unos días intenté contárselo todo a mi tutor, pero no me hizo caso, sino que apenas levantó la vista del Marca que estaba leyendo, y me dijo que lo que pasa es que yo no sé relacionarme con la gente, que tengo que abrirme más, que no puedo estar todo el día con los libros y eso, que tengo que jugar al fútbol con todos, y tratar de ligar con las chicas de la clase… O sea, que para él también soy un friqui y un raro. Y, encima, los dos gorilas, que me habían visto cuando estaba hablando con el profesor, me siguieron hasta el baño, donde me escondí para que nadie me viera llorar, porque mi padre siempre me dice lo mismo, que no se entere él de que me ven llorar en el colegio o en el instituto, que no sea tan blando, y empezaron a insultarme y amenazarme a grandes voces desde el otro lado de la puerta. Al final ni siquiera me atreví a salir cuando sonó el timbre para volver a clase, a pesar de que teníamos un examen de Sociales; llegué un cuarto de hora tarde y la profesora me echó una bronca tremenda, mientras casi toda la clase se reía de mí. Afortunadamente me dejó hacer el examen y, aunque me faltó tiempo, saqué un ocho y medio.
Seguramente, esa tarde el Fusti volvería a sacar un cigarrillo, o quizá un porro, lo encendería y me echaría todo el humo en la cara. A lo mejor, con un poco de suerte, conseguiría escaparme de ellos, pero probablemente me perseguirían junto con sus «admiradores» y me acorralarían de nuevo. Esta vez, seguramente, me darían un par de puñetazos en el estómago, o me cogerían del pelo, o me quitarían las gafas, como la semana pasada, pasándoselas por el aire el uno al otro mientras yo, desesperado, trataba de recuperarlas y de impedir —sin éxito— que me las rompieran. Entonces yo los llamaría cualquier cosa, como cabrones o algo así, y se pondrían aún más violentos.
—Repite lo que has dicho, si tienes huevos, friqui.
Y entonces, probablemente, hasta me tirarían al suelo y me darían patadas, o me quitarían los pantalones y saldrían corriendo con ellos, como ya le hicieron una vez a mi amigo Pedro, por salir a defenderme.
Y encima Marta, la chica más guapa del instituto, en lugar de darse cuenta de que la persona que más la quiere en el mundo está sufriendo un verdadero calvario, seguiría tonteando con el imbécil del Fusti. Como mucho les diría «no os paséis», o «dejadlo en paz al pobre» o algo así, pero acabaría riéndose como todos. Y yo la seguiría queriendo. La querría incluso más, porque el corazón es el órgano más estúpido que una persona tiene.
No. Mis padres no saben nada de esto, porque nunca me he atrevido a contárselo. Me moriría de vergüenza porque me compararían otra vez con el hijo de mi vecina, que es un chico valiente, guapo, decidido, que juega muy bien al fútbol y que tiene un gran éxito con las chicas. Sin embargo, yo soy un miedoso, un niño raro que solo piensa en los libros y en la música… Ya podría mostrar más interés por lo que tienen que hacer los chicos a mi edad. Así no voy a tener amigos nunca, ni novia… ¡pero si se van a reír de mí en todas partes! A ver por qué no voy a jugar al fútbol con los demás chicos de mi clase. Siempre metido en casa, leyendo, con los auriculares puestos… Tendrían que llevarme al psicólogo...
Lo dicen como una amenaza, como si fuera una gran humillación para uno el ir al psicólogo…
Pero nunca me han llevado. Si lo hubieran hecho, quizá todo se hubiera sabido y se les habrían abierto los ojos y me habrían defendido.
De modo que esa tarde volvería andando a casa, solo, y tendría que sufrir otra vez mi pesadilla en soledad.
Me pregunto por qué tendrán algunas personas tanto interés en amargar la vida de otros. ¿Qué clase de disfrute les proporcionará ver sufrir a los demás? ¿Qué placer encontrarán en ver llorar de rabia e impotencia a un compañero al que humillan y machacan? ¿Y por qué habrá otra gente tan estúpida, o tan mala, como para reírse mientras los matones maltratan a alguien? ¿Por qué nadie, aunque todos en la clase lo saben, será capaz de ir a decírselo a algún profesor que de verdad sepa escuchar, o al director…? Si todos se plantaran frente a los matones, no creo que dos chicos solos fueran capaces de amenazar a todo el instituto, como amenazan y machacan a un solo chico. Entonces, seguramente, tendrían miedo, demostrarían que en realidad son seres despreciables y cobardes. Entonces verían que el resto de la gente les muestra el desprecio que verdaderamente merecen. Pero no sé yo si esto va a ocurrir algún día. Al fin y al cabo, esto siempre ha sido así. Muchos adultos, cuando oyen alguna historia como la mía, todavía piensan que simplemente «son cosas de chicos»; que esto que algunos llaman «acoso escolar» en el fondo ha existido siempre, aunque antes no tuviera nombre, y que la gente lo ha aguantado toda la vida y a nadie le ha traído consecuencias graves. Si algún chico o alguna chica ha terminado cometiendo un disparate, seguramente era porque no tenía la cabeza muy bien, el pobre, porque era un pobre friqui, un chico rarito.
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Antonio Fernández (domingo, 10 abril 2016 19:12)
La vida misma...