De Ramón Castro
Tengo un flexo con historia. Lleva entre mis pertenencias muchos más años de los que puedo recordar. Es negro y está bastante dañado. Su depreciación ha sido sistemática y cumple con todos los tópicos. Es una depreciación física, funcional y económica. Lo de físico es evidente. Las heridas de guerra que muestra su cuerpo fueron infligidas bajo condiciones inhumanas y siempre en situaciones de alta presión. Han sido horas intentando arrojar luz sobre apuntes y temas que nunca llegaban a estar preparados por completo. Varias veces se bañó en café con leche, caliente. En otra ocasión, la impotencia del estudiante nocturno que lo usaba provocó que fuera doblado hasta el límite, perdiendo parte de su elasticidad y quedando sus giros de luz limitados. Allí comenzó su depreciación funcional, más o menos compensada por el último cambio de bombilla realizado. Le puse una lámpara LED y ahora es un viejo flexo con una de sus partes renovadas. Maquillaje nada más, similar al cuarentón que luce camiseta con el boquerón de Enemigos. Ay, los enemigos. Grandes.
De la depreciación económica ni hablamos. Difícilmente alguien ofrecería más de cincuenta céntimos por este flexo. Pasado de moda, obsoleto, maltrecho, mutilado, mancillado y repleto de manchas. Hasta una lesión profunda que sufrió cuando apoyé el soldador de estaño en su botón de encendido, quedando éste fundido con la base aunque afortunadamente lo hizo con el interruptor conectado, lo que me permite seguir usándolo simplemente enchufándolo y desenchufándolo de la pared.
¿Por qué no lo tiras? Esta pregunta la escuché el otro día. Jamás pensé que alguien fuera capaz de pronunciar tales palabras acerca de mi flexo. No lo tiro porque lo quiero, tanto como quiero a mi cafetera Moka, que ya ni hace café, pero los quiero a los dos porque antes de ellos dos no recuerdo nada más ni me interesa hacerlo. Me gusta la luz de mi flexo, me gusta sentirme comprendido por él cuando comienzo algún trabajo. Disfruto con el momento de apagarlo, al despedirme de él y verlo acompañado de los objetos que rondan por la mesa. He llegado a imaginar que me entiende y que no le importará recibir otro desdén más por mi parte. Y ahora, al mirarlo ahí, encendido, me pregunto qué tendrán todas esas cosas que nos acompañan durante los años sin pedir nada a cambio y que han logrado sobrevivir a todas y cada una de las etapas de nuestra vida sin que nunca nos llegáramos a plantear prescindir de ellas. Cada cual sabrá lo suyo. A mí me da que este aparato me ayuda en cierta manera a saber quién soy, qué hice en cada momento y que hay cosas que no cambian, empezando por lo que uno es realmente y lo que quiere. Eso no se tira, hombre.